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La pérdida de Mosul a manos de las fuerzas iraquíes en julio de 2017 supuso un duro golpe para Estado Islámico, y marcó un punto de inflexión en la historia reciente de Oriente Medio. Después de tres años de mandato, la clandestinidad volvía a abrir sus puertas a los seguidores del califa Ibrahim, que habían sorprendido al mundo tras conquistar casi la mitad de Irak y Siria en un tiempo récord, y resistieron hasta el final gracias a su ejército de suicidas.
Mikel Ayestaran estaba en Bagdad cuando, en 2014, Estado Islámico, entonces un grupo desconocido, tomó Mosul, y en 2017 presenció la caída de la ciudad, lo que los políticos en Irak llamaron la «derrota del califato». Sin embargo, sobre el terreno no hay nada que celebrar: la herencia de Dáesh son cientos de pueblos y ciudades fantasma a las que los civiles no pueden regresar debido a la destrucción, la falta de servicios y, principalmente, al miedo y a la inseguridad generados por el grupo terrorista.


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