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Bien pudo llamarse este "Relectura de Quevedo", ya que la primera la hicimos en la adolescencia, y fue tan fulminante que no creímos necesario repetirla. Leerlo por segunda vez, sería verlo ya menos. Fue sólo en ocasión de que se nos pidiese un trabajo para la Revista de la Universidad, con motivo del cuatricentenario del poeta, que volví sobre sus textos. Los bienamados sonetos, primero, luego, su prosaza, que en verdad no acabé de recorrer del todo nunca, atestada como la veía de sustancia. A manera de la hostia, su palabra estaba entera en cada parte, -y cesen aquí las semejanzas, que ya sabemos que no fue Don Francisco del todo pan bendito-. Me fui así internando en pasajes ya olvidados, o apenas recorridos, y comprobé que Quevedo, como todo clásico verdadero, soporta y aún exige tres lecturas: la del niño o joven, la madura y la del anciano, como requiere tres perspectivas la vista de una montaña. Su letra transcurre a la par de la que llamó, con el mismo adjetivo que Garcilaso, "la edad ligera", y cambia con ella, pero con el don de permanecer, sin menoscabo, ante muestros ojos...


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