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Navidades de 1978. Recién aprobada la Constitución democrática, en los cines todavía se proyecta Grease, estrenada ese otoño. El periódico local da cuenta de una sucesión de explosiones de bombas caseras en lugares señeros de la ciudad. En las calles céntricas de la misma, militantes de extrema derecha ponen tenderetes en los que se venden toda clase de recuerdos del antiguo régimen. El niño de Vacaciones de invierno, la primera entrega de esta trilogía, es ahora un adolescente que, como sus compañeros y amigos, ha incorporado a su modo de pensar y hablar los clichés políticos del momento. Sin embargo, sobre su ánimo y su personalidad pesan otras urgencias, otros reclamos ejercen sus cantos de sirena.

«Me pareció que era un privilegio tener la edad que yo tenía entonces. No tener prisa por nada, porque el tiempo corría a nuestro favor: mientras las starlettes de moda se hacían fotos presuntamente transgresoras en los lugares más inclementes del país, uno bien podía aguardar tranquilamente a que le alcanzara, como una ola que llega a mojarnos los pies, mientras la esperamos en la orilla, la decantación final de todo aquello. Ya no se trataba simplemente de hacerse mayor, sino de asistir a lo que se anunciaba como una sucesión ininterrumpida de novedades, de las que esas grotescas transgresiones no eran sino torpes primeros pasos, probaturas sin tino, que anticipaban lo que estaba por llegar. Íbamos a ser los primeros en conocer esa nueva vida.»


Ficha técnica