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A ellas no las vemos. Pasan a nuestro lado todos los días: la que va al mercado, la que te atiende en el comercio, esa que está en una esquina de la calle, la adolescente que lleva ipad y sale el viernes, la señora de la bolsa y el cansancio al regresar a casa, la que ve emigrar a sus hijos, la que te saluda agarradita del brazo de «su» marido... Tantas otras. Y siempre, desde niñas, hay enfrente de ellas una puerta. Una puerta que abren, o no, que se les cierra o que empujan con valentía, que entornan despacio como sin atreverse. Son anónimas, sí: nadie hablará de ellas; nadie quiere contar sus historias. Al fin y al cabo, ¡son tan vulgares! ¿Para qué detenerse en sus vidas pequeñas? Pero están ahí, cada día, en tu ciudad, cuando muere la tarde, como un aviso de que si no las miras, si no cuentas su historia, el mundo que te rodea será aún más gris porque desaparecerá tu propio mundo cotidiano: porque una de ellas, detenida frente a la puerta, podrías ser tú, o tu pareja, o tu madre, o tu hija. Porque quizá está esperando abrir la puerta y tú no lo sabes. Y son tan «radiKales» que se metieron en casa y me obligaron con suavidad de terciopelo a escribir sus vidas. Para que puedan existir para siempre. Si las lees, no morirán nunca.


Ficha técnica