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Estos poemas los encontró Inmaculada Pelegrín (Lorca, 1969) una mañana de enero en un lugar llamado Farrera con vistas al Alto Pirineo. Por esta circunstancia no debe extrañar que, al leerlos, huelan a hierba y a pan de centeno o se escuche, de fondo, bramar un cabirol. Fue imprescindible, para que ocurriera, que estuviesen por allí Fernando Carreter, conductor de diligencias; su hijo Saúl, descifrador de contraseñas; y Tito Pedro, un ermitaño sabio que los acogió en su eschatia. Aunque debatieron mucho sobre el tema, ninguno se atreve a afirmar si cuando decimos la teoría de las cosas nos estamos refiriendo a que nosotros tenemos una teoría sobre las cosas o a que las cosas tienen su propia teoría sobre el mundo. Los versos están a nuestro alrededor esperando a ser escritos. Nadie tiene la culpa. Ellos sabrán lo que hacen. Primero llegó Óxido (ed. Pre-textos), Premio Internacional de Poesía Gerardo Diego; después, Cuestión de horas (ed. La isla de Siltolá, 2012), Premio Iberoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez; y hace poco, Todas direcciones (ed. Hiperión, 2020), Premio Internacional de Poesía Antonio M


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